La historia dice que se conocieron en un bar, que uno fue en busca del otro sin siquiera haberse visto las caras. La historia dice que se conocieron y que al poco tiempo tocaban por los alrededores del Támesis, en alguna callejuela de Londres, rasgando las cuerdas con las manos entumidas y cantando a espaldas del viento, como si el invierno los quisiera echar a volar. Pero resistieron. Entonces la historia, esa misma que dice y dice, les habría llamado Los hijos del Cóndor. De ahí en más el trabajo fue a pulso: componer, ensayar, escribir, borrar, tachar, volar, cantar, grabar. Y como resultado un puñado de temas que amarran un disco homónimo, Los hijos del Cóndor, un viaje por ecos andinos y mixturas roqueras que llevan la melancolía hasta el vértigo, como si el silencio rechinara sus dientes al asomarse por el precipicio; un disco que recorre un paisaje de colores naturales. La simplicidad de sus canciones se ejecuta con desplante y desparpajo dejando huellas de una sicodelia levantada en la polvareda del desierto: Sigue el caminito llegarás / sigue el caminito hasta el final. Esto es Los hijos del Cóndor, dos voces, Gregorio y Víctor, pero que parecen una multitud. Si no lo cree, mire y escuche. (Nico Cornejo)